Familia

El motor.

Te despertás por la mañana. Estás cansado, dormiste poco. El sueño últimamente es intermitente, la vigilia también. Pispeás con el ojo entreabierto por la hendija de la persiana: el cielo asoma nublado, gris, perezoso, como si a él también le costara amanecer.

Sabés, desde el momento en que levantaste los pies de la cama, que se avecina una larga jornada de trabajo. Suspirás, exhalando tu desgano, como buscando un motor que accione tu movimiento, un envión de fuerza, una inspiración para afrontar el día.

Como por acto reflejo, tu sistema nervioso central te lleva al baño. El agua despabila algo del sopor matutino de tu rostro. 

Encendés la TV para conocer la temperatura: está fresco para esta época del año. Bufás, no te gusta la idea de tener que abrigarte. Según tus estándares, de noviembre a abril no tendrías que vestir pantalón largo. El buen clima -entiéndase, el calorcito- tamiza el humor y es el edulcorante natural más poderoso, te asegurás a vos mismo, con la solvencia de los que saben. Lo concreto es que tu piel se siente más cómoda suelta de ropas y en contacto con el aire. 

Mientras preparás tu nesquik matinal con la destreza de siempre, la TV sigue encendida y se oyen de fondo las rutinarias maldiciones de Antonio Laje, quien día tras día encuentra nuevas y originales formas de menoscabar a nuestro país. Por dios, pensás, lo desgastante que debe ser trabajar con un ser humano tan quejoso. No te gustaría ser su panelista. Menos aún su empleado. Presentís que todo terminaría a las puteadas y con un telegrama de despido (nota del autor: esto fue escrito antes de que lo denuncien por maltratador. La primicia no te asombra).

En fin, te decís a vos mismo mientras inundás tu tostada de mermelada, tipos como Laje te recuerdan por qué dejaste de mirar toda transmisión televisiva que no involucre una pelota de fútbol, o en su defecto, un debate sobre la pelota. 

Revisás esta última idea y te sentís algo necio: el fútbol, al igual que los medios o la política, también es un negocio obsceno y corrupto. Pero enseguida encontrás la forma de atajarte con una especie de salvoconducto moral: sucede que la pelota, a diferencia de las otras cosas, moviliza tu pasión, tus afectos, tus sentimientos, y en tal sentido cuenta con asombrosa ventaja para activar toda tu indulgencia. 

La pasión cree en lo que quiere creer -aseverás con aplomo, como cubriéndote, libre de culpas-, es un sentimiento que no reconoce más argumentos que los propios, aquellos que brotan desde adentro, agregás. Pero muy en el fondo sabés, aunque te cueste confesarlo, que las más grandes usinas de negocios se montan alrededor de la pasión de las mayorías, en cualquier ámbito. Negocios para sus dueños, claro está, aquellos desapasionados. 

Lo cierto es que el show de la pelota te cagó y decepcionó mil veces, y sin embargo seguís ahí, insistente, incólume, esperando el próximo partido, el próximo campeonato. Es una mentira en la que -a diferencia de Laje- elegís creer, reconocés algo abatido, con la vergüenza de los que se saben en falta.

Terminás tu desayuno en silencio, acompañado por estos tórridos pensamientos, y mientras preparás la mochila para salir, repasás mentalmente las cosas más importantes que tenés que hacer al llegar al trabajo. Tratás de no olvidarte de nada, y si bien habitualmente no tenés éxito, lo cierto es que repetís este procedimiento todos los días porque no hay forma de que aceptes llevar una agenda, nunca pudiste, nunca podrás. Confiás en tu memoria más de lo que deberías y los hechos te demuestran equivocado, pero tu cabeza es más dura que tus errores. 

Mientras abrís sigilosamente la puerta de tu casa para irte en silencio y sin pompa, volvés a recordar que estás cansado pero que tu día acaba de comenzar, y que además se viene diciembre, el mes más bravo de tu año. Qué largas van a ser estas semanas, pensás con desencanto.

Todo parecía tener el mismo tenor apagado, teñido de una gris, opaca medianía, y reforzado por el inevitable peso de la rutina, ese lastre invisible que habitualmente cargamos sin darnos cuenta. Hasta que ocurre la magia y, de pronto, escuchás unos ruiditos que vienen de la habitación, una especie de muecas sonoras, multiformes, alegres, melifluas. Es él, ¡se despertó!, vitoreás exaltado, como si estuvieras recibiendo al equipo en La Bombonera. 

Tu pescuezo y tus sentidos se tuercen de un tirón, como si fueses un gato, mientras que en simultáneo tu cara va dibujando una sonrisa completa, de fotografía. Toda tu atención, de repente y sin avisar, se desvía hacia él, ese ser humano miniatura que te atrapa por completo. Cualquier otro pensamiento se disipa. El cansancio desaparece. La rutina se te olvida. Sos literalmente un pelotudo. Un pelotudo feliz.

Él es Ulises, tu hijo, y a diferencia del padre se despierta sonriendo, contento, haciendo morisquetas, con una mirada tan pura y vivaz que, si no estuvieras viéndola, descreerías que acaba de amanecer. El tipo sonríe y sonríe, ofreciendo a sus espectadores alaridos de alegría, y a vos se te caen los pantalones. 

La transparencia de esos ojos prístinos contiene toda tu verdad, pensás. No existe tal cosa como “la” verdad, es cierto, pero la tuya está toda ahí, reunida en el brillo refulgente de esa mirada que, según te gusta creer, refleja toda tu alma. Tu cara matutina, cansada y ojerosa, súbitamente resplandece; tu cuerpo adormecido se activa, rejuvenece; tu energía maltrecha recibe un shock de combustible.

Ahí nomás te percatás de todo lo que querés a ese enano, y con la fuerza de un rayo te das cuenta de algo que siempre supiste pero nunca notaste con tanto vigor: guau, lo mucho que te quisieron -quieren- tus padres, probablemente tanto como vos a este chico. Y la pregunta, inevitable, brota por sí misma en esa marisma de emociones que se entrecruzan: ¿cómo pudiste haber hecho renegar tantas veces a esas dos personas que morían de amor por vos? ¿Cómo fue, en serio, que pudiste enojarte así de bravo con ellos? Sentís la injusticia a flor de piel, te apichonás, deseás que tu hijo sea más tolerante. 

Así las cosas, te das cuenta cómo tu presente te obliga a mirar tu pasado de otra forma, y entre culpa y agradecimientos, sentís que esa mirada retrospectiva va ajustando varias cuentas, resolviendo enigmas pendientes. Muchas cosas te van cerrando. ¿Estás más viejo o más comprensivo?, te preguntás, para responderte inmediatamente que casi con certeza son ambas cosas. Muchos otros interrogantes, sin embargo, se mantienen todavía intactos, esperando quizás también por el paso del tiempo para descubrir su respuesta, y otros tantos probablemente aparecerán, aunque todavía no fueron formulados. 

Lo cierto es que no sabés de dónde salió tanto amor por una persona, si hasta hace unos meses ni siquiera sabías que podías tenerlo. Te corregís y apostás más fuerte: ni remotamente imaginabas la posibilidad de albergar tanto cariño. Será el ciclo de la vida, suponés, como se suponen tantas cosas que no se entienden. 

Acto seguido, mientras cambiás los pañales al bebé con dudosa pericia, llevás aún más lejos tu ataque existencialista y pensás: muchas veces el amor se da por sentado, pasa de largo, como pasan de largo tantas otras cosas que creemos adquiridas hasta que en un momento nos las sacan o se terminan. Pero este amor por tu hijo es distinto, será para siempre,  reflexionás impostando seguridad, con más ganas que certezas. 

Y lo que más te sorprende -completás tu idea, mientras descubrís tu mano izquierda manchada con caca- es el hecho de ser tan rabiosamente consciente de este sentimiento: la sonrisa de Ulises te recuerda todos los días cuánto lo querés, el amor está presente a cada momento y en cada experiencia, y vos podés sentirlo, palparlo, exprimirlo, vivirlo, incluso con caca en la mano. 

Si pudiese medirse la pureza de este amor, conjeturás, si pudiese diseccionarse en un laboratorio, como sucede con tantas sustancias, sería un amor de 24 quilates, máxima pureza.

Ya higienizado, el bebé se encuentra ahora jugando dulcemente con la madre, con quien intercambia más sonrisas. Mientras los mirás baboso a ambos, reafirmando que el niño tiene de quién heredar su belleza, te ataca un último pensamiento: tener un hijo equivale a liberar una fuerza al mundo. Su nacimiento ofrece la posibilidad de generar algo nuevo, es una semilla que puede florecer en un cambio, las oportunidades son infinitas. Un hijo es un nuevo comienzo, a pesar de los que se fueron, razonás. 

Pero también te gusta creer que, por extensión, algo de esos que se fueron comienza de nuevo con el nacimiento de tu hijo. Este bebé, pensás, tiene algo de todos los que ya no están, de alguna manera todos ellos viven en él. Te reconforta pensarlo así. Ulises completa el viaje de los que partieron sin conocerlo.

Queda ahora la tarea más difícil, concluís: hacer del niño, esa nueva vida, una buena persona. Ojalá se transforme en un tipo querido, deseás. Querido como lo eran sus bisabuelos. Buenos ejemplos en sus dos familias, afortunadamente, no le van a faltar, esbozás aliviado, tranquilizándote a vos mismo.

Volvés a mirar la hora de refilón, se te hizo tarde. Laje continúa rumiando quejas. El mundo, que para vos se había detenido, siguió adelante. Te despedís de tus amores, calzás tus zapatillas, y finalmente salís hacia el trabajo. 

La calle te recuerda que tu cansancio, que por un instante creías desaparecido, sigue presente con abrumadora eficacia, simplemente había entrado en un apacible letargo, una anestesia melindrosa. 

Sin embargo, aprendiste que tu motor, tu fuerza de inspiración, aquello que al despertar buscabas mientras exhalabas aire, está esperándote con sonrisas y morisquetas de regreso en casa. 

Tu largo día, que todavía no empezó, ya mejoró un 100%.

Y al final entendés una verdad, quizás la más importante de todas: existen y existirán muchas formas de la felicidad, pero ninguna de ellas se acerca a la que surge de ver a un hijo feliz. 

En tu sonrisa empieza mi día y se termina mi mundo, Odiseo. Que seas siempre, siempre muy feliz. 

Una respuesta a “El motor.

  1. Q descripción exhaustiva d t realidad!!! Morí d amor en el párrafo dedicada Ulises,q buen trabajo hicieron tus padres con ustedes,son excelentes personas, con profundos sentimientos, los quiero y ni t explico lo q quiero a t hijo !

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